A Micah P. Hinson le han acompañado siempre todo tipo de tinieblas. Y sus oscuridades son tan profundas e inescrutables como para que un público cómplice y entendido le siga la pista hasta los lugares más remotos. La sala Siroco se quedó muy pequeña este sábado para el estreno de The Holy Strangers, reciente obra temática de este chico que ni sabe ni quiere renunciar a su perfil desastrado y compungido. Hasta las 22.20 hubo que esperar al gafotas tejano, encogido y absorto como un animalillo huidizo durante un rato, armado siempre de esa voz áspera y arrastrada que solo puede inspirar desazón. Pero de eso se trata: Micah resultará rústico y compungido, pero suscita miradas cómplices durante sus parlamentos y un raro silencio respetuoso.
Antes habían llegado las plegarias melancólicas del dúo Owl Captain, pero el bueno de Micah Paul redobla cualquier apuesta. Sería deseable disfrutarle alguna vez junto a su banda, porque a palo seco y con la Siroco a reventar es difícil disfrutar de la experiencia. Y más si se multiplican los inicios en falso, acordes pifiados (que atribuyó a un accidente), compases desastrados y demás calamidades del directo en manos de un geniecillo caótico. “Tengo dos críos y no he podido ensayar para esta gira”, resumió.
Hinson disimula estas carencias con una reverberación desaforada y el encanto de un repertorio, propio y alguna vez ajeno, de antigüedad impredecible. El hombre que ha sobrevivido a cárceles y adicciones varias se erige en un Woody Guthrie contemporáneo, una renovada máquina de matar fascistas, un símbolo musical del desamparo. Y es todo tan adusto que cuesta empatizar, más aún cuando tiempos, estructuras y tonos se reiteran con obstinación. A Micah P. le redime más la leyenda de forajido torturado que la percepción palpable. Podemos admirar el malditismo, pero no por ello volvernos inmunes al bostezo.